Hoy, a las doce del mediodía en Madrid, mientras el sol se colaba tímido por las rendijas de mi estudio, el sonido del teléfono quebró la quietud. Al contestar, reconocí la voz apagada de una amiga que hacía días no escuchaba. Me llamó, inquieta, para contarme que su abuela y ella habían tenido una discusión. Pero en su relato había algo más que palabras cruzadas: había una grieta. Le pedí que me explicara con detalle. Y mientras su voz temblaba al narrar lo ocurrido, comprendí que no era una simple disputa doméstica. Era el inicio de algo más hondo, más triste. Con calma, como quien observa el cielo antes de la tormenta, analicé los síntomas. Lo que su abuela vivía era un brote temprano de Alzheimer. Le recomendé que acudiera cuanto antes a un especialista. Los signos eran claros, como huellas en la arena que anuncian una marea que se aproxima. La enfermedad comenzaba a dibujar sus sombras en la memoria de su abuela, esa mujer que alguna vez fue faro, raíz, refugio. Su nieta, con la misma voz apagada, me confesó que se sentía cansada. En el silencio que siguió, sentí el peso de su tristeza. Aproveché ese instante suspendido para explicarle que no debía tomarlo como algo personal. El Alzheimer no discute: desfigura la memoria, altera el carácter, borra los vínculos. Es la enfermedad la que habla, no la persona. Es el olvido quien toma la palabra.
Y pensé: qué frágil es la mente, qué sagrado el recuerdo. Qué necesario es el amor cuando la memoria se desvanece. Porque en medio de la niebla, lo único que podemos ofrecer es la ternura, la empatía, la paciencia y sobre todo el amor incondicional.
https://youtu.be/vfZ0B9mki9M?si=ipwB2rirszM_yV5x
Gracias por leer este blog, los amo, hasta la próxima.
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